Foro virtual junto a Manuel Otero, director general del Instituto Intermericano de Cooperación para la Agricultura (IICA); Roberto Rodrigues, asesor del director general del IICA y ex presidente de la Alianza Cooperativa Internacional (ACI); Graciela Fernández, presidenta de Cooperativas de las Américas; Blas Cristaldo, gerente general de la Federación de Cooperativas de Producción (Fecoprod) de Paraguay; y Álvaro Ramos, miembro del Comité Asesor en Seguridad Alimentaria del IICA.
«El Hambre Cero, la Producción y el Consumo Responsables y la Acción por el Clima son algunos de los objetivos planteados en la Agenda de Desarrollo Sostenible, y que las cooperativas hemos asumido como propios, dada nuestra trayectoria económica y social, nuestro arraigo en los territorios y nuestra presencia con más de mil millones de miembros en prácticamente todos los rincones del planeta.
Pero veamos de dónde partimos. Cuando en 2015 las naciones del mundo aprobaron esa Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible acordaron (leo textual lo que dice la Agenda) la necesidad de una “profunda reforma del sistema mundial de agricultura y alimentación si queremos nutrir a los 925 millones de hambrientos que existen actualmente y los dos mil millones adicionales de personas que vivirán en el año 2050”.
Allí también se decía que “una de cada nueve personas en la Tierra no dispone de alimentos suficientes para llevar una vida saludable y activa” y se advertía que “la gran mayoría de hambrientos vive en países en desarrollo, donde el 12,9% de la población está subalimentada”.
Estos datos, que probablemente hoy se vean agravados, nos indican que efectivamente necesitamos una profunda reforma del sistema mundial de la agricultura y la alimentación.
Lo cual, a mi modo de ver, no es una agenda sólo de los productores agropecuarios. Esto también viene a ser puesto de relieve por la pandemia.
¿Qué quiero decir? La crisis sanitaria y económica que estamos atravesando a escala mundial nos muestra que el tema de los alimentos no es un problema solamente de los productores, y mucho menos de los grandes jugadores globales del agronegocio. Es un problema de las comunidades y de los territorios.
Es un problema de las comunidades en tanto han visto cómo la fragilidad de sus sistemas alimentarios se traduce en mayor riesgo sanitario y mayor riesgo de desabastecimiento.
La seguridad y la soberanía alimentaria deben ser una agenda de toda la sociedad civil. Mucho más después de la pandemia.
Una agenda de los consumidores, en defensa de una alimentación sana y nutritiva; de los productores y los trabajadores, por condiciones dignas para ejercer su actividad; y de las comunidades en general, por su necesidad de desarrollarse en un ambiente sostenible y con cadenas de abastecimiento resistentes a los riesgos globales.
Ahora bien, si este es un problema de todos, entonces hay que debatir cómo participamos todos.
Por eso venimos diciendo, ya desde antes de la pandemia, pero mucho más hoy, que necesitamos democratizar el sistema agroalimentario.
Esto es, llevar su centro de gravedad a los territorios, y garantizar la participación activa de la sociedad civil.
Sin democratizar el sistema, sin participación de los consumidores, productores y trabajadores, no hay ni seguridad ni soberanía alimentaria.
En esa agenda, el cooperativismo agropecuario tiene mucho para aportar, sobre todo en este continente.
En Brasil, hay 1555 cooperativas agropecuarias, con más de un millón de asociados, por las que pasa el 48% de la producción agrícola de ese país.
Argentina tiene un sector consolidado, con presencia desde fines del siglo XIX. El 22% del acopio de granos se realiza en cooperativas, algunas de las cuales cuentan con instalaciones portuarias propias.
En Estados Unidos, 2100 cooperativas agropecuarias integran a más de dos millones de asociados.
En Canadá, el 49% de la actividad avícola, el 45% de los cereales y el 60% de los lácteos son comercializados por cooperativas de productores agropecuarios.
No se trata de organizaciones marginales. En todos nuestros países, en menor o mayor grado, existen importantes cooperativas agropecuarias que lideran sus respectivos sectores. Y hoy pueden realizar un aporte decisivo de cara a la post-pandemia.
Por supuesto que para llevar adelante estas propuestas es vital la intercooperación en todos los niveles, entre las organizaciones comprometidas con esta agenda. A nivel local pero también a nivel regional y a nivel global.
Entendiendo eso, desde la Alianza Cooperativa Internacional hemos firmado un memorando de entendimiento con la FAO para contribuir a la erradicación de la inseguridad alimentaria, a la reducción de la pobreza rural y a la gestión sostenible de los recursos naturales.
Lo hicimos como introducción al Decenio de la Agricultura Familiar, que va de 2019 hasta el 2028, impulsado por la propia FAO y por el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, con el cual también firmamos un convenio de intercooperación.
Para nosotros es un gran desafío ser parte de estos acuerdos en la medida que ratifican lo que las cooperativas podemos aportar y lo que efectivamente se espera de nosotros en el cumplimiento de los objetivos de desarrollo sostenible.
La FAO, por caso, ha expresado que las cooperativas son un jugador crucial para combatir el hambre en los próximos diez años. Según su mirada, hay cuatro virtudes centrales en la organización cooperativa: aumenta el ingreso, promueve la educación y la asistencia técnica, fomenta la equidad de género y protege el medio ambiente.
Puntualmente en el continente americano, y acá esta mi amiga y colega Graciela Fernández para contarlo mejor que yo, las cooperativas son actores clave para cumplir estos objetivos.
Desde ya que el papel que pueden tener las cooperativas y sus organizaciones más representativas, como es Cooperativas de las Américas en esta región en particular, se potencia, se multiplica en la medida que lo hace de la mano de otras instituciones reconocidas y valiosas como es el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura.
Los esfuerzos que puedan hacer en conjunto son fundamentales para fortalecer el rol del cooperativismo en la agroindustria pero también como sostén de la agricultura familiar en nuestro continente en los años que vienen.
Con el respaldo de nuestras organizaciones, cada una en su ámbito específico pero, sobre todo, a partir de la intercooperación que podamos concretar, podemos potenciar el rol del cooperativismo agropecuario en función del desarrollo local sostenible en cada territorio.
El punto es que las cooperativas comprometidas con la seguridad alimentaria de su comunidad puedan hacer los mayores esfuerzos por incorporar al desarrollo local sostenible en su estrategia de defensa y promoción de los productores asociados.
Antes de finalizar, quiero trascender un poco el ámbito específico de las cooperativas agropecuarias para compartir algunas ideas sobre cómo podemos involucrar a otros actores en la recuperación económica post-pandemia.
Como dije antes, la agenda de la seguridad y soberanía alimentaria, la democratización del sistema agroalimentario, no puede caer sólo sobre los hombros de productores y de los funcionarios de gobierno encargados de los temas agrícolas.
Hoy vemos más claro que nunca que la disociación entre territorio y consumo está en el centro de los problemas de desabastecimiento y de salud.
No saber cómo ni quién produce nuestros alimentos, depender para alimentarnos de cadenas frágiles, globales e injustas, es algo que pagamos con nuestra salud y con la salud de nuestro ambiente.
Para revertir esto, es necesario que toda la comunidad asuma el problema de la relación entre alimentación, producción y ambiente.
Hay que sumar a todas las familias en calidad de consumidoras, y aquí las cooperativas también pueden hacer un aporte enorme.
Tenemos grandes cooperativas que pueden liderar este proceso que requiere la organización y conciencia de los consumidores.
La National Cooperative Grocers Asociation, en Estados Unidos; la Calegary Cooperative, en Canadá; los Supermercados Coop, en Brasil; la Cooperativa Obrera, en Argentina, son algunos ejemplos.
Yo creo que el consumidor individual, por sí mismo, difícilmente puede ser soberano. La soberanía es un atributo del conjunto, no del individuo, y en esto las cooperativas cumplen un rol clave.
Desde ya, que no alcanza con el trabajo de las cooperativas para promover el consumo responsable.
Hay que sumar a ese desafío a las escuelas y a distintas organizaciones de la sociedad civil que pueden colaborar muy eficazmente en la construcción de un paradigma alimentario menos estandarizado, de mayor compromiso con la cultura local, focalizado en la nutrición y no en la adicción a alimentos ultraprocesados.
En definitiva, hábitos de consumo más seguros, más sanos, más comprometidos con el territorio donde uno vive.
No puede quedar afuera de este esfuerzo el comercio minorista, ese que tiene un mayor compromiso con la comunidad, que está dirigido por nuestros vecinos y que seguramente pueden ser consejeros atentos a las necesidades de la nutrición y del trabajo local.
Otro actor que es necesario incluir en esta agenda es el cooperativismo de trabajo, para que tenga un creciente protagonismo en la construcción de un sistema alimentario más diverso y comprometido con el territorio.
Referido a esto y antes de cerrar, quiero contarles que en Argentina vienen aumentando su presencia en los distintos eslabones de la cadena de valor las pequeñas y medianas plantas lácteas, los frigoríficos, las comercializadoras vinculadas al consumo responsable o solidario, los restaurantes gestionados por cooperativas, en fin, distintos eslabones de la producción y el consumo que están siendo autogestionados y que, articulados, tienen un gran potencial.
Muchas de estas iniciativas han surgido de procesos de recuperación de empresas abandonadas o quebradas fraudulentamente por sus anteriores propietarios.
Es decir que no es necesario esperar que la gran industria realice grandes inversiones para poder agregar valor y crear empleo en cada una de nuestras localidades. Hay que derribar barreras y construir redes que viabilicen los emprendimientos del cooperativismo de trabajo y de otras pyme del sector.
Seguramente son muchos los emprendedores que, enamorados de los productos de su tierra y de su cultura, podrían sumarse con entusiasmo a la producción de alimentos sanos.
En conclusión, todos los actores del territorio: familias, productores, pymes, trabajadores, comerciantes, hombres y mujeres de cada nación y cultura que están crecientemente preocupados por su salud y la salud del planeta, deben ser parte de esta agenda de democratización del sistema agroalimentario.
Creo que la pandemia nos da una excelente oportunidad para proponer esto a nuestras comunidades y que seamos todos protagonistas en la reconstrucción de los vínculos entre territorio, ambiente y alimentación.»